El análisis de los datos que muestran las transformaciones del sistema
nacional de educación superior en la reciente década permite dar cuenta de
avances en distintos aspectos. Algunas mejoras significativas están relacionadas
con el crecimiento del sistema, su distribución territorial y con una cierta
diversificación de la oferta.
También reportan datos positivos rubros tales como
el perfil de la planta docente, la producción científica, los procesos de
aseguramiento de calidad de los programas, y el desarrollo de mecanismos de
transparencia y rendición de cuentas. Las encuestas que miden el grado de
credibilidad de la ciudadanía en las instituciones públicas, ubican a las
universidades entre las pocas organizaciones que merecen su aprobación y
confianza.
Contra ese telón de fondo positivo hay varios puntos de claroscuro. El
primero, tal vez el principal, la heterogeneidad que prevalece entre los
subsistemas y entre las instituciones. El avance no ha sido parejo, quizá por la
dinámica de competitividad que ha impregnado la política sectorial en la década.
No menos importante, las dificultades de operar transformaciones en escenarios
resistentes al cambio, lo que ha provocado la persistencia de rezagos. Por
ejemplo, las políticas de admisión estudiantil, los mecanismos de ingreso,
promoción y permanencia del personal académico; el régimen de jubilación y
pensiones; las dinámicas de cambio curricular, entre muchos otros.
Al mismo tiempo que se reconocen adelantos en la marcha del sistema, también
importa, por otra parte, identificar a los protagonistas. El gobierno federal es
uno pero, ni de lejos, el más relevante o principal. En la pasada década el
sistema ha mejorado gracias al esfuerzo conjunto de las instituciones; los
gobiernos estatales —no todos, por cierto—; los legisladores; las comunidades
académicas; los estudiantes y la sociedad en general. La ANUIES y otras
organizaciones universitarias han cumplido, asimismo, una tarea de articulación
y de cadena transmisora bidireccional cuya importancia no debe subestimarse.
Datos: del año 2000 al presente se agregaron al sistema de educación superior
prácticamente un millón de estudiantes, lo que representa la generación de casi
cien mil nuevas plazas escolares por año en los sistemas público y privado. El
crecimiento posibilitó transitar de la cuota de cobertura de 22 por ciento con
que cerró el siglo pasado a la actual de 29 por ciento. La calidad de los
programas se ha impulsado mediante diversos mecanismos; de ellos destaca la
evaluación a cargo de los Comités Interinstitucionales para la Evaluación de la
Educación Superior (CIEES) y la acreditación que llevan a cabo los organismos
autorizados por el Consejo para la Acreditación de la Educación Superior
(Copaes). Al día de hoy, más de dos terceras partes de todos los estudiantes en
el sistema público de educación superior están inscritos en programas evaluados
favorablemente por los CIEES y/o acreditados por las agencias que coordina el
Copaes.
Entre los indicadores de mejora destaca, por su importancia, el cambio del
perfil académico de la planta de profesores en las instituciones. En la
actualidad dos terceras partes del profesorado universitario de tiempo completo
cuentan con posgrado o están inscritos en un programa de ese nivel. Hace diez
años acaso 40 por ciento de la planta estaba en esa condición.
Sin menoscabo de lo que se ha logrado en conjunto, también hay que referirse
a los desafíos por enfrentar en el futuro inmediato y a largo plazo. Muchos de
ellos se derivan de las tendencias de crecimiento y diversificación de los
recientes años. Es claro que hoy contamos con un mejor sistema, pero también con
uno mucho más complejo. Así, el primer reto es multidimensional: mantener la
tendencia de crecimiento —en la ANUIES se está planteando un horizonte de
cobertura de 50 por ciento hacia 2020—, consolidar todos los tipos
institucionales y construir un mecanismo mucho más eficiente de coordinación que
incluya tanto a las instituciones públicas como a las particulares.
Aunado a lo anterior, resulta necesario deliberar y decidir las reglas que
deben gobernar el sistema. Las normas actuales se han elaborado sobre la marcha,
algunas ya resultan obsoletas y hay varios procesos, por ejemplo los vinculados
a la evaluación, que tienen deficiencias normativas relevantes. El crecimiento
también ha implicado efectos perniciosos de burocratización. Entre las
comunidades académicas se repite la queja de demasiada administración,
demasiadas regulaciones específicas y demasiados informes para llevar a cabo las
tareas sustantivas. Se necesita simplificar el procedimiento administrativo. La
administración debe estar al servicio de la academia, y la protección del tiempo
académico debe ser una prioridad para mejorar el panorama.
Renovar la planta académica es también un escenario y una prioridad para el
futuro de mediano y largo plazos. Las instituciones requieren integrar planteles
en que exista un balance adecuado de juventud y experiencia. Se necesitan nuevos
maestros e investigadores, pero también aprovechar la experiencia de los
académicos de mayor antigüedad. Al final, el mayor problema: ¿cómo sostener una
dinámica de crecimiento y desarrollo cualitativo que repercuta en las
oportunidades de empleo de los egresados y que contribuya a la recuperación del
crecimiento y el empleo en el país?
La pregunta no es simple y no tiene una respuesta única. Lo más importante,
sin embargo, es entender y asimilar que el sistema de educación superior e
investigación científica es un componente de un esquema de desarrollo más
amplio. Para que cumpla a cabalidad su misión y sus objetivos, se requiere el
acompañamiento de otras políticas económicas y sociales.
En todo ello, el factor financiero es crucial. Acceder a una nueva etapa de
crecimiento y desarrollo cualitativo implica, necesariamente, una inversión
pública de gran envergadura. Pero es condición necesaria para alcanzar metas y
objetivos a la altura del reto.