Continúan las protestas de profesores y estudiantes chilenos con motivo de la
inminente aprobación de la nueva Ley General de Educación (LEGE), propuesta por
el gobierno para reemplazar la anterior Ley Orgánica Constitucional de Educación
(LOCE) de 1990. El trámite legislativo correspondiente se encuentra en el
Senado, tras haber sido aprobada por el pleno de la Cámara de Diputados, el
pasado 19 de junio, con votación dividida.
La iniciativa de reforma legal procedió como respuesta del gobierno de
Michelle Bachelet al movimiento de los estudiantes de la educación media chilena
(abril a junio de 2006) que, entre otras demandas, exigió la derogación de la
LOCE al considerarla un instrumento negativo para alcanzar los propósitos de
equidad y calidad reconocidos por la educación media obligatoria alcanzada en
Chile desde 2003. No obstante, la propuesta de reforma finalmente consensada con
las principales fracciones del Parlamento chileno resultó no sólo insatisfatoria
para el sector académico y estudiantil, sino un renovado frente de conflicto
que, para acabar pronto, amenaza con desestabilizar los frágiles equilibrios
logrados por la transición democrática chilena.
En este momento, con motivo del periodo vacacional, la movilización ha caído
en una suerte de impasse. Las últimas movilizaciones, en particular la opción de
suspensión de actividades convocada por el gremio magisterial para el pasado 10
de julio, no han rendido los resultados esperados por los organizadores, ni las
marchas y manifestaciones han tenido los contingentes que, por ejemplo, se
dieron cita en las jornadas de 2006.
La convocatoria de estudiantes y profesores para una consulta nacional de
educación, si bien ha llamado positivamente la atención en círculos políticos
chilenos, por ser una forma de expresión pacífica y democrática, tampoco ha
alcanzado las dimensiones de una convocatoria masiva.
Sin duda, un factor que confluye en el escenario es la opción de represión a
la movilización sostenida inequívocamente por el gobierno. Sólo en las marchas
del 10 de julio, que difícilmente podrían ser interpretadas como una revuelta
peligrosa para el orden público, fueron detenidas aproximadamente 150 personas,
muchas de ellas estudiantes menores de edad.
Por su parte el gobierno, a través de la ministra de Educación, Mónica
Jiménez, inició una nueva campaña de articulación de consenso, bajo la figura de
Diálogos Participativos por la Educación Pública. Profesores y estudiantes
movilizados han interpretado esta maniobra más como una provocación que como una
vía de debate conducente a modificar el trámite de la reforma. Así, el 14 de
julio, en la jornada inaugural de los diálogos, la ministra fue agredida por una
estudiante de bachillerato que le vació encima un vaso de agua. La titular del
ministerio tuvo que abandonar el recinto y el incidente dio lugar tanto al
repudio de los políticos a la expresión de protesta de la estudiante, como
algunas expresiones de solidaridad de organizaciones de maestros y alumnos.
Después de ello, ¿insistirá el gobierno en su postura de diálogo público?
Por declaraciones aisladas de senadores se advierte la preocupación de esa
instancia por las consecuencias que resulten del proceso legislativo. Las
opciones de salida son complejas: si se aprueba la nueva LEGE tal y como fue
enviada por los diputados, sin lugar a dudas el conflicto habrá de recrudecerse
hasta alcanzar un perfil cuya escala es difícilmente predecible: ya otros
gremios, por ejemplo, los agrupados en la Central Única de Trabajadores, la CUT
chilena, han manifestado su posible solidaridad con la causa estudiantil y
magisterial.
La opción de congelar la reforma se percibe por ahora, desde el Senado, como
inadecuada, pues representaría perder una valiosa oportunidad para cambiar la
normativa fundamental de la educación en Chile. Desde el gobierno, naturalmente,
la cancelación de la reforma significaría un fracaso político de primera
magnitud.
Si bien está en manos del Congreso la decisión del rumbo que tomará esta
iniciativa, el cálculo de sus consecuencias indudablemente concierne a todos los
actores políticos de la realidad chilena: a las autoridades gubernamentales, a
los legisladores, así como a los partidos y otras organizaciones y fuerzas
políticas en el escenario. Según se debate en la actual coyuntura, la opción de
dejar la norma de educación tal y como está más bien sería un retoceso que una
salida pertinente. ¿Qué hacer entonces?
El fondo de este debate, conviene anticiparlo, radica en la posibilidad o
imposibilidad de combinar, en el campo educativo, el enfoque de economía liberal
prevaleciente, con objetivos y arreglos institucionales propios de la
perspectiva de la educación como un bien público. ¿Es factible, se preguntan los
analistas de la problemática, mantener el esquema de subsidio público a la
inicitiva privada con el enfoque de obligatoriedad y gratuidad de la ley de
2003? ¿Cómo resolver los problemas de segmentación social y académica generados
por la serie de reformas implantadas en el periodo democrático? ¿Cómo articular
y dar solución de continuidad a los retos de competitividad, equidad, calidad y
eficacia asignados a la educación chilena?
Lo que se discute en esas latitudes debe importarnos mucho. Tanto la reforma
pretendida, como el conflico educativo, son una expresión clara de los límites
que enfrenta la tensión entre el objetivo de la equidad y el propósito de la
calidad competitiva. No es ésta, en el caso que vamos a seguir comentando, una
discusión principalmente conceptual, que se resuelva en el terreno de la teoría:
es un debate eminentemente político y en él está en cuestión cuál puede y debe
ser el papel educativo del Estado.