Desde que lo conozco, hace ya algunos ayeres, Manuel Gil Antón trae consigo
la siguiente idea: “la escala de observación hace al fenómeno”. Para él ese
principio metodológico es casi un emblema, pero sabe de lo que habla, entre
otras cosas porque es filósofo doctorado en epistemología. Por mi parte, y sólo
para embromarlo, siempre que puedo lo acuso de relativista cognitivo, o sea de
posmoderno.
Pero en mi fuero interno sé que no le falta razón, sobre todo cuando
recomienda variar el ángulo de análisis para enriquecer la pauta de observación
de los fenómenos y procesos sociales. Modificar el punto de perspectiva, variar
las escalas de observación, así como experimentar con diversos cortes en la
concentración de resultados puede servir, de hecho es muy útil, para renovar las
vías de interpretación y de debate sobre procesos de esa naturaleza, por ejemplo
los que conciernen al gran tema eduativo.
En el análisis de la cobertura de la educación superior que, como se sabe, es
fundamentalmente un tema relativo a la oferta y demanda de servicios de ese tipo
educativo escolar, generalmente se toman en cuenta dos escalas de medición: la
que corresponde al nivel nacional y la que se refiere al nivel de las entidades
federativas. Hoy se afirma, por ejemplo, que en el país se ha alcanzado una tasa
bruta de cobertura equivalente a un tercio de la población entre 19 y 23 años.
Aunque se discute la precisión del dato, en particular las razones para agregar
en el mismo a la matrícula no escolarizada o a la matrícula de posgrado, se
coincide en que décimas más o décimas menos por ahí anda la cosa.
En los estados las tasas brutas de educación superior son muy variables. La
distribución corre del punto máximo establecido para el Distrito Federal —más de
60 por ciento de cobertura a 2010—, a los últimos lugares que disputan las
entidades de Guerrero y Quintana Roo que no han alcanzado siquiera el umbral de
20 por ciento.
Ahora bien, al tomar en cuenta la distribución de cobertura de las
principales áreas urbanas del país, es decir las zonas metropolitanas según las
define el Consejo Nacional de Población (Conapo), así como los municipios
urbanos de mayor población, los resultados son muy diferentes y en cierto
sentido sorprendentes. En la tabla anexa (ojo: las tasas están calculadas con
base en la matrícula 2008-2009 y el Censo 2010, no son exactas) se advierte, por
ejemplo, que los primeros lugares en cobertura los obtienen los conglomerados de
Pachuca (76 por ciento), Morelia (72 por ciento) y Oaxaca (70 por ciento). Se
observa, asimismo, que en el rango entre cuarenta y sesenta por ciento de
cobertura hay conglomerados tan diversos como Tuxtla Gutiérrez, Xalapa,
Hermosillo, Villahermosa, Tampico, Chihuahua y Culiacán.
Mención especial ameritan las principales zonas metropolitanas del país. El
área conurbada del Valle de México (el DF y municipios adyacentes del Estado de
México e Hidalgo) alcanza apenas 36 por ciento de cobertura; la zona
metropolitana de Guadalajara, 34 por ciento; la de Monterrey ronda 40 por
ciento, y la del eje Puebla-Tlaxcala supera por poco 50 por ciento de cobertura.
Sobresale también el caso de zonas metropolitanas o muncipios urbanos con
coberturas altamente deficitarias: Cancún con menos de 15 por ciento, Tijuana
con 21.5 por ciento, así como Acapulco, Poza Rica, León y Reynosa, en torno de
25 por ciento.
Los datos que aquí se presentan son apenas una medida de la complejidad del
fenómeno. Vale la pena explorarlos con más detenimiento.