Es innegable que la demanda de educación superior en México va en aumento.
Varios factores concurren en el proceso: la expansión de los niveles educativos
antecedentes, especialmente la enseñanza media superior; la percepción de los
jóvenes y las familias de que contar con un título profesional permite acceder a
las escasas oportunidades de trabajo disponibles; las limitaciones del sector
público para crecer al mismo ritmo de la demanda, entre otros factores.
El
fenómeno se refuerza a medida que se acumula en el tiempo el número de
aspirantes rezagados, lo que da lugar a efectos de sobredemanda en las
instituciones y carreras más solicitadas. Como, por otra parte, las posibilidades de inscripción en las universidades
privadas de mejor reputación académica dependen en buena medida de la capacidad
económica de los aspirantes, un número importante de egresados del bachillerato,
que no consigue ingresar a las instituciones de educación superior de su
preferencia, sea por razones de cupo, no encuentra otra posibilidad que ingresar
a programas en instituciones de calidad dudosa: las llamadas universidades
patito.
Así las cosas, cada tanto resurge en nuestro medio el argumento en favor de
subsidiar, mediante becas, a los aspirantes rechazados de las universidades
públicas para que éstos puedan sufragar el costo de las cuotas de una
institución particular de calidad digamos aceptable. Esto es, la solución del
denominado voucher educativo. Los promotores de la medida argumentan que,
mediante ésta, el Estado estaría apoyando el derecho de los jóvenes a recibir
educación superior de buena calidad y, por lo tanto, contribuyendo a un
propósito de equidad social.
Aunque hay varios países que han aplicado fórmulas de voucher educativo para
paliar el déficit cuantitativo de la oferta pública, lo cierto es que un
instrumento de esta clase es más bien excepcional en el nivel educativo
superior. En éste generalmente se prefieren otros esquemas, como las becas para
estudiantes de escasos recursos y los préstamos para quienes se incorporan al
sistema universitario privado.
En México, como se sabe, existe y está en proceso de ampliación una
estructura para facilitar, a través de becas surtidas con fondos del erario
público, la permanencia en los estudios superiores de los jóvenes con
condiciones económicas más débiles: el Programa Nacional de Becas para Educación
Superior (Pronabes), así como varios esquemas de crédito educativo en el
segmento privado, el más amplio y conocido es el correspondiente a la Sociedad
de Fomento a la Educación Superior (SOFES), que fue establecida en diciembre de
1996, por intermedio de la Federación Mexicana de Instituciones Particulares de
Educación Superior (FIMPES), para operar un crédito del Banco Mundial al
respecto. En estas circunstancias, ¿conviene ampliar las opciones existentes
mediante la fórmula del voucher universitario?
Dejando de lado la discusión conceptual del tema, de la que nos ocupamos
anteriormente en esta columna (véase No al voucher en México, Campus, núm.
229, 21 de junio de 2007), es de interés recapitular sobre algunos elementos de
crítica al modelo que son aplicables a nuestro contexto.
En primer lugar, importa advertir que los recursos potencialmente aplicables
a ese subsidio no pueden sino provenir del Presupuesto de Egresos de la
Federación, en cuyo caso se afectaría, necesariamente, el ramo educativo. La
opción de derivar recursos del gasto público educativo para subsidiar a la
demanda, y por ese medio financiar a las universidades privadas, no parece ser
una mejor respuesta que la de fortalecer el subsidio directo a las instituciones
públicas, por razones obvias.
Un segundo elemento a tomar en cuenta parte del hecho de que las
universidades privadas ya reciben subsidio del dinero público, con la forma de
exenciones fiscales. Incluso el nuevo impuesto empresarial a tasa única, el
IETU, hizo salvedad de la obligación fiscal correspondiente. Si las particulares
son subsidiadas por la vía fiscal, ¿deberían serlo también a través del voucher?
¿con qué argumento?
Otro elemento importante a tomar en cuenta en la discusión proviene del
enfoque del bono educativo para beneficiar a la población de rechazados del
sistema público. Si el voucher se aplicara de esa manera, las instituciones
privadas receptoras tendrían que enfrentar el dilema de recibir una población
estudiantil académicamente precaria.
El problema no es trivial si se toma en cuenta que la calidad de cualquier
institución educativa depende, en buena medida, de la formación con la que
acceden sus estudiantes. ¿Qué garantiza que las instituciones que desean recibir
estudiantes en tales condiciones tienen o tendrán la capacidad de convertirlos
en profesionales de excelencia?
Si el beneficio del voucher se limita sólo a las instituciones privadas
dispuestas a participar en un esquema de ese tipo, entonces el conocido efecto
de segmentación, académica y social, es inevitable y tiende a reproducir los
vicios del sistema patito. Como se mire, la alternativa de robustecer el sistema
público, mediante incentivos al crecimiento de la oferta de las universidades de
este tipo, es más favorable.
Por último, no pareciera que la actual insistencia en considerar la fórmula
del voucher para enfrentar, por ejemplo, el problema de los rechazados sea
indiferente de las tendencias de concentración desarrolladas por algunas
instituciones privadas. De hecho, hay nuevas condiciones de mercado que no son
favorables para las universidades particulares de costo medio, las que por
cierto son las principales promotoras del esquema, porque los grupos
económicamente más sólidos están disputando exitosamente el nicho en que éstas
se han colocado.
Ese parece ser el fondo del asunto. Ya veremos cómo evoluciona.